PRÁCTICA
Al escribir este capítulo sobre el trabajo
práctico, me gustaría que mis lectores comprendieran que lo hago desde el punto
de vista puramente alquímico y no del químico. Cuando emprendí este trabajo,
asumí plenamente que mi única esperanza de éxito consistía en dejar de lado,
por un tiempo, todos los conocimientos de química que yo hubiera podido adquirir, para entregarme al estudio de los textos
alquímicos, en un sincero intento por entender el lenguaje y la lógica de los
alquimistas, y así, siguiendo fielmente sus instrucciones, paso a paso, probar
la viabilidad de esta ciencia.
Por lo tanto, el químico que lea
este libro debe tener en cuenta este hecho, y comprender que aquí no estoy
tratando de conciliar mis hallazgos con la química ortodoxa, sino solo de dar
cuenta de mi actividad como alquimista.
La práctica de la alquimia de laboratorio ha estado muy lejos de haber sido una tarea fácil,
como habrán podido constatar aquellos que hayan estudiado alguna vez la
literatura alquímica. Sólo gracias a continuos experimentos y constantes
comparaciones con los escritos alquímicos, se han obtenido por fin los
resultados actuales, y al rememorar los años de persistencia ante las
innumerables dificultades y fracasos a los que se enfrenta todo aspirante a
alquimista, uno bien puede cuestionarse la sensatez de seguir tal camino.
Al final, sin embargo, parece que
tanto trabajo no ha sido del todo en vano, ya que de estos experimentos ha
surgido gradualmente la percepción del beneficio que este arte puede aportar al
hombre que, en su estado actual de imperfección, con los consiguientes sufrimientos
de la mente y del cuerpo que lo acompañan, parecería necesitar ayuda en su caminar por la vida.
Como he dicho, creo que en este Arte reside la salvación del hombre de las enfermedades y dolencias, y el secreto de su perfección última, pero es superfluo decir que, para aprovechar plenamente los beneficios físicos de la investigación alquímica, el hombre debe emprender la transmutación de ciertos elementos básicos en su constitución emocional y mental. No pretendo abordar este proceso de transmutación psicológica, por el momento, pero estoy convencido de que en esta era de caos, en la que están surgiendo nuevas ideas, nuevos valores y, en mi opinión, una nueva comprensión, tal vez sea posible que algunas de estas concepciones más heterodoxas encuentren menos oposición y más simpatía que en épocas anteriores. Desde la completa destrucción de aquellos postulados que en el siglo XIX parecían permanentes e inmutables, el hombre se ha mostrado mucho menos proclive a rechazar cualquier nueva idea que se le presente. Por esta razón, pongo por escrito mis descubrimientos acerca de una antigua verdad, en el convencimiento de que esta es una labor que el destino me ha encomendado, y si mis palabras son aceptadas o no, eso no me incumbe a mí, sino a aquellos a quienes van dirigidas.
Acompáñenme, pues, a mi pequeño laboratorio con su equipo de alambiques, crisoles y baños de arena, y escuchen algo acerca de las luchas del aspirante a alquimista y los misterios que trata de desvelar. Tras un estudio minucioso del “Carro Triunfal del Antimonio” de Basilio Valentín, decidí realizar mis primeros experimentos con el antimonio. Pronto me di cuenta de que, cuando llegaba a un punto crucial, la clave casi siempre se omitía deliberadamente y se insertaba en su lugar una disertación teológica.
Paulatinamente, llegué a comprender que ese discurso
teológico no carecía de objeto, sino que en realidad era una forma de ocultar
alguna clase de pista valiosa. Después de mucho trabajo, se obtuvo al fin un
líquido fragante y dorado a partir del antimonio, si bien esto fue solo un
comienzo. El Alkahest del alquimista, la Materia Prima, continuaba siendo un
misterio.
Luego siguieron los procesos con
hierro y cobre. Después de la purificación de la sal o vitriolo de estos
metales, la calcinación y la obtención de una sal del metal calcinado mediante
un proceso especial, seguido de una cuidadosa destilación y redestilación en
espíritu de vino rectificado, se obtuvieron los aceites de esos metales, unas
pocas gotas de los cuales, utilizadas separadamente o en combinación,
resultaron ser muy eficaces en casos de anemia y debilidad que la medicina
ordinaria a base de hierro común había fracasado en curar.
La conjunción de hierro y cobre
demostró ser un elixir de carácter muy estimulante y regenerador, cuya acción es tal, que limpia el cuerpo
de toxinas, y recuerdo muy bien que, al tomar unas
pocas gotas una noche, la perspectiva de un período de trabajo mental bastante
extenuante, incluso después de un día muy
laborioso, ¡no pareció infundirme ningún temor!
Pero el Alkahest seguía siendo un
enigma, por lo que se hicieron ulteriores experimentos con plata y mercurio.
En los realizados con plata, se redujo la plata fina con ácido
nítrico a sales metálicas, se lavó cuidadosamente con agua destilada y se
sublimó mediante un proceso especial, lo que dio lugar finalmente a un aceite blanco
que tenía efectos muy calmantes en casos de grave nerviosismo.
En cuanto al mercurio, el metal
reducido a su aceite produjo un líquido claro y cristalino con grandes
propiedades curativas, que, a diferencia del mercurio común, no poseía
facultades tóxicas.
A continuación, decidí trabajar
con oro fino, es decir, oro sin ninguna aleación. Este fue disuelto en agua
regia y reducido a sales de oro, las cuales fueron lavadas en agua destilada,
que a su vez fue evaporada para eliminar las propiedades muy cáusticas del agua
regia.
Fue en ese momento cuando se puso de
manifiesto una dificultad real, porque, al perder estas sales de oro su acidez,
tendían lenta pero inexorablemente a volver a su forma metálica. Sin embargo,
al fin se produjo un elixir a partir de ellas mediante destilación, aunque
quedó en la retorta un residuo de oro metálico fino.
Llegado a este punto, me di cuenta de que sin el Alkahest de los filósofos no se podía obtener el verdadero aceite de oro, así que, una vez más, consulté los libros de los alquimistas con la finalidad de encontrar alguna clave. Los experimentos que había realizado habían arrojado bastante luz a mi trabajo, y un día, mientras estaba sentado tranquilamente, en profunda concentración, la solución al problema se me reveló en un destello, y, al mismo tiempo, muchas de las enigmáticas expresiones de los alquimistas se me hicieron claras.
Aquí comencé un nuevo curso de trabajo al experimentar con un metal con el que no tenía experiencia previa. Este metal, después de ser reducido a sus sales y sometido a una preparación y destilación especiales, liberó el Mercurio de los Filósofos, el Aqua Benedicta, el Aqua Celestis, el Agua del Paraíso. La primera señal que tuve de este triunfo fue un silbido violento, chorros de vapor que brotaron de la retorta y se vertieron en el receptáculo como ráfagas repentinas de una pistola automática, seguidos de una violenta explosión, mientras que un olor sutil y muy intenso invadía el laboratorio y sus alrededores. Un amigo describió este olor como similar al de la tierra mojada por el rocío de una mañana de junio, con un aroma a flores frescas en el aire, del viento soplando sobre el brezal y la colina, y el dulce perfume de la lluvia sobre la tierra reseca.
Nicolás Flamel, tras haber
investigado y experimentado desde la edad de veinte años, escribió cuando tenía
ochenta:
“Finalmente encontré lo que
deseaba, lo supe inmediatamente por el fuerte olor que desprendía”.
¿No coincide lo que dice esta voz
que nos llega del siglo XIV con mi descripción de ese peculiar y sutil olor?
Cremer, que también escribía a principios del siglo XIV, dijo:
«Cuando ocurra este feliz
acontecimiento, toda la casa se llenará de una maravillosa y dulce fragancia, y
eso señalará el día del natalicio de la preparación más bendita».
Llegado a este punto, mi siguiente problema fue encontrar una forma de
conservar este gas sutil sin menoscabar sus propiedades.
Lo
conseguí con un serpentín de vidrio sumergido en agua y conectado a mi receptáculo, conjuntamente con un perfecto control del calor, y el resultado fue la
condensación gradual del gas en un agua clara y dorada, muy inflamable y
volátil. Esta agua fue entonces separada por destilación, produciendo como resultado el Agua
Mercurial Blanca descrita por el conde de Saint Germain como su Athoeter o agua
primaria de todos los metales. Citaré, de nuevo, de la introducción de Manly Hall
a “La Santísima
Trinosofía”, el pasaje en el que Casanova describe el Athoeter:
Entonces me mostró su Magisterio, al que
llamaba Athoeter. Era un líquido blanco contenido en un frasco bien cerrado. Me
dijo que este líquido era el Espíritu Universal de la Naturaleza y que, si el
tapón de cera se perforaba mínimamente, todo el contenido del frasco
desaparecería. Le rogué que hiciera la prueba. Entonces me dio el frasco y el
alfiler y yo mismo perforé la cera, y he aquí que el frasco había quedado
vacío.
Este pasaje describe adecuadamente
esta Agua que es tan volátil que se evapora rápidamente si se la deja destapada, hierve a muy
baja temperatura y ni tan siquiera moja los dedos.
Esta Agua Mercurial, el Athoeter
de St. Germain, es absolutamente necesaria para obtener el aceite de oro, que
se consigue añadiéndola a las sales de oro después de lavarlas varias veces con
agua destilada para eliminar la fuerte acidez del agua regia utilizada para
reducir el metal a ese estado. Cuando el agua mercurial es agregada a estas
sales de oro, se produce un ligero silbido, un aumento de calor, y el oro se
transforma en un líquido de color rojo intenso del que se obtiene, por
destilación, el aceite de oro, un líquido de color ámbar intenso y consistencia
aceitosa.
Este aceite, que es el Oro Potable
de los alquimistas, nunca regresa a la forma metálica del oro. Ahora pienso que puedo entender
por qué algunos pacientes a los que se les administraron sales de oro por
inyección fallecieron por envenenamiento por oro. Mientras las sales permanecen
en solución ácida, siguen siendo solubles, pero tan pronto como el medio de
solución pierde su acidez y se vuelve alcalino o neutro, las sales tienden a
convertirse nuevamente en oro metálico.
Esto es probablemente lo que
ocurre en el caso de una inyección de sales de oro en los fluidos
intercelulares alcalinos, lo que en algunos casos tiene consecuencias fatales.
¡No imaginen que los químicos lo
saben todo acerca de los metales! No es así, como parece demostrar la siguiente
cita del informe sobre la conferencia presidencial del profesor Charles Gibson
sobre Investigaciones recientes en la química del oro:
La conferencia fue de un carácter sumamente
técnico. Uno de los asuntos principales que se plantearon en ella, fue que el
enfoque de los actuales libros de texto sobre la constitución de las sales de
oro, es erróneo. Estas nunca son de la misma naturaleza que las sales metálicas
normales, que tienen fórmulas simples como AuCl o AuBr3, sino que presentan
siempre una constitución compleja...
A partir del agua dorada que he
descrito se puede obtener esta agua blanca y una tintura de un rojo intenso,
cuya coloración depende del tiempo que se mantenga; se trata del Mercurio y el
Azufre descritos por los alquimistas, Sol, el Padre, y Luna, la Madre, los
principios masculino y femenino, el Mercurio blanco y el Mercurio rojo, que al
reunirse de nuevo forman un líquido de un intenso color ámbar. Este es el Oro
Filosófico, que no se obtiene del oro metálico, sino de otro metal, y es,
con mucho, un elixir más potente que el aceite de oro. Este líquido ámbar intenso
literalmente brilla, refleja e intensifica los rayos de luz de un modo
extraordinario. Ha sido descrito por muchos alquimistas, lo que corrobora aún
más mi trabajo en el laboratorio. En verdad, cada paso que he dado en el
laboratorio lo vi confirmado en la obra de los diversos adeptos del Arte
Espagírico.
Y ahora, al objetivo final: la Piedra
Filosofal. Habiendo encontrado mis dos Principios, el Mercurio y el Azufre, el
siguiente paso fue purificar el cuerpo muerto del metal, a saber, las heces
negras del metal que quedaron atrás después de la extracción del agua dorada.
Estas fueron calcinadas hasta la rojez, y cuidadosamente separadas y tratadas
hasta convertirse en una sal blanca. Los tres principios se reunieron finalmente en
cierta precisa proporción dentro de un frasco herméticamente sellado y a una temperatura
fija, ni demasiado caliente ni demasiado fría, ya que es esencial mantener el
nivel exacto de calor, hasta el punto de que un descuido en su regulación arruinaría completamente la
mezcla.
En la conjunción, la mezcla
adquiere el aspecto de un lodo pesado, que sube lentamente como una masa que
fermenta hasta elevarse en una formación cristalina bastante similar al de una
planta de coral en crecimiento. Las “flores” de esta planta están formadas por
pétalos de cristal que cambian continuamente de color. A medida que aumenta el
calor, esta formación se va derritiendo en un líquido ámbar que se torna
gradualmente más y más espeso hasta precipitarse en una tierra negra al fondo
del recipiente. En este punto (el signo del Cuervo en la literatura alquímica)
se añade más cantidad del otro fermento, o
Mercurio. En este proceso, que es de sublimación continua, se utiliza un matraz
de cuello largo herméticamente cerrado, y se puede observar cómo el vapor sube
por el cuello del matraz y se condensa en la pared para volver a caer. Este
proceso continúa hasta que se alcanza el estado de “negrura seca”.
Cuando se añade más Mercurio, el
polvo negro se disuelve y, de esta conjunción, parece nacer otra sustancia o,
como lo habrían expresado los primeros alquimistas, nace un Hijo. A medida que
el color negro mengua, los colores van y vienen uno
tras otro, hasta que la mezcla se vuelve
blanca y brillante: el Elixir Blanco. El calor se aumenta gradualmente una vez
más, y el color cambia del blanco al citrino y, finalmente, al rojo: el Elixir
Vitae, la Piedra Filosofal, la medicina de los hombres y los metales. Por sus
escritos, parece que muchos alquimistas consideraron innecesario llevar el
elixir a esta etapa tan avanzada, ya que la solución amarilla clara era
adecuada para sus propósitos.
Es interesante resaltar que, tras
la separación de los tres elementos y su posterior conjunción en el vaso
sellado de Hermes, tiene lugar un hecho completamente distinto. Mediante la
separación y reunificación deliberadas del Mercurio, el Azufre y la Sal, los
tres elementos se presentan en una manifestación más perfecta que la primera.
Juan Carlos


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