martes, 24 de abril de 2018

Inteligencia Intestinal





Escuchando esta canción, una de las que pasaron más inadvertidas de George Harrison (y que sin embargo es de las que más me gustan), voy a hablar hoy sobre la relación entre el intestino y el cerebro, tema sobre el que estuve leyendo un poco últimamente, porque me parece sorprendente. Solemos relacionar tanto al cerebro con cosas sublimes como el alma, el corazón, o el espíritu, que nos cuesta aceptar que esté vinculado estrechamente con los intestinos. Y sin embargo...







Ahora que tengo cierta edad, me llena de asombro pensar en lo alejadas que estaban (y siguen estando) de las cosas básicas de la vida, las lecciones que recibimos en el colegio de pequeños.
Recuerdo, en tercero de bachillerato, mi profesora de historia hablándonos de los amoríos, caprichos y abusos de tal o cual rey; de sus matrimonios, hijos,  guerras, conquistas, etc.
Era como si nos tuviéramos que estudiar la revista Hola o Lecturas de hace algunos siglos (si es que hubiesen existido esos "bodrios" en aquellos tiempos), o  que los deberes que tuviéramos  que realizar en casa fueran, por ejemplo, el de seguir atentamente los programas televisivos de la prensa rosa para enterarnos de cosas como qué marca de calzoncillos usan el príncipe y el rey.

Luego estaban las matemáticas, la física, la química, que son muy importantes, no lo discuto, pero que a mi modo de ver no son tan prioritarias como otras asignaturas que no estaban en ningún programa escolar.

A mi ni en la escuela ni en el instituto nadie nunca me enseñó a comer, a respirar, a pensar, a escuchar, a observar en silencio, sin prejuicios, sin preconceptos, etc. etc.






Tuve que darme cuenta yo solo de la necesidad de aprender esas cosas tan básicas, porque para los maestros y profesores era más importante que yo fuera capaz de multiplicar, de memorizar páginas y más páginas, y que no tuviera faltas de ortografía.


La mayoría de las personas no sabe ni siquiera respirar correctamente, y si es así con algo tan elemental, mejor ni hablemos de otras funciones más complejas.
Hoy me voy a detener un poco en una de estas funciones: el comer. 

Con respecto al comer, suele ocurrir que la persona que tiene una relación inteligente y sobria con su alimentación, sea juzgada como maniática  e hipocondríaca ( y no me refiero a los fanáticos de tal o cual dieta, sino simplemente a alguien que cuide de su salud), mientras que el que come y bebe de todo en abundancia suele inspirar más bien simpatía.
  
En mi tiempo, cuando un niño hacía algo bien, se le premiaba con una golosina. Se nos hizo así asociar lo dulce con el éxito, con la aprobación de los demás, pero muy pocas veces, o nunca, se nos advirtió de las tremendas consecuencias del abuso de azúcar. Y actualmente eso todavía es lo más frecuente.





En cuanto a la sal, en nuestra cultura mediterránea, por ejemplo, se la asocia a la vida, a la simpatía; de hecho soso es aquel que no tiene encanto ni gracia, y salado es el que si los tiene, y en abundancia. "Vosotros sois la sal de la tierra" le dijo Jesús a los Apóstoles.
Una comida sin sal se nos antoja como una ingesta meramente medicinal, que cumple con el único propósito de alimentar el cuerpo, sin dar lugar al disfrute del buen yantar

El hecho es que la mayoría de nuestros paladares están habituados a la sal y al azúcar refinados y han perdido en gran medida la sensibilidad a los sabores de los alimentos en sí, aliñados con poco o ningún condimento. 








El intestino y el cerebro



Ahora se sabe que los intestinos tienen su propio sistema nervioso, el segundo en cantidad de neuronas (unos 400 millones) detrás del cerebro. A algunos científicos les gusta llamarlo "Cerebro intestinal", mientras que a otros les parece excesivo el parangón; sea como fuere,  lo cierto es que este complejo nervioso que se extiende a lo largo de todo el tubo digestivo, se encarga eficazmente de coordinar las funciones digestivas, tiene actividad propia y también se coordina con el cerebro. Los intestinos tienen la facultad de absorber los alimentos, extraer de ellos las sustancias y energías necesarias para la vida, y expulsar los desechos inútiles y tóxicos: el problema es que una buena parte de los productos que  ingerimos en la actualidad no son alimentos, sino sustancias que los intestinos no logran asimilar, y que a la larga causan un deterioro  en la flora intestinal y en los procesos digestivos. 

Según evidencias  que la ciencia ha podido registrar recientemente, el resultado a largo plazo de este deterioro es la inflamación e incluso la lesión del "cerebro intestinal", que poco a poco avanzaría hasta el cerebro "central". Los mecanismos por los cuales esta inflamación se desplazaria desde el tejido nervioso intestinal hasta el cerebral aún son desconocidos, pero el hecho observado es que así lo hace: en experimentos realizados sobre ratones modificados genéticamente para   desarrollar inflamación y lesiones nerviosas intestinales, estos animales, un tiempo después de manifestar dichas patologías, empezaron a desarrollar  lesiones cerebrales del mismo género. La culminación de este proceso son las enfermedades cerebro vasculares, el Alzheimer, el Parkinson, etc.





Este hallazgo es revolucionario porque hasta ahora se había buscado el origen de enfermedades como el Parkinson dentro del mismo cerebro, nunca fuera de el. 

¿Qué podemos hacer para prevenir este daño cerebral? Simplemente evitar ingerir esas sustancias "antifisiológicas", que solo pueden irritar e inflamar las células nerviosas.
Y dentro de este conjunto de sustancias hay dos que son especialmente dañinas, la sal y el azúcar refinados, aquellas que precisamente se suelen asociar al placer y a la alegría de vivir. 



Gracias a descubrimientos como estos, cada vez más la ciencia contempla al cerebro no como un ente aislado y sublime que manda sobre el resto del cuerpo desde las alturas del espíritu, sino como una pieza más, interconectada con todo el resto del organismo. 





                     el Canario
















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