Cuando se acercaba el día de Navidad, en Roma se empezaban a ver unos hombres vestidos con chaquetas de pieles de cabra, cuyos rizos naturales eran aún muy evidentes, con sendos sombreros negros ornados con cinta roja, y una capa negra. Sus largas calzas de lana, ceñidas por tiras de cuero que suben entrelazándose desde sus toscos calzados, cubrían la parte inferior de sus pantalones hasta casi las rodillas.
Son los zampognari, o también pifferari, que llegan desde las montañas y las zonas rurales del Lacio, Abruzzo y otras regiones cercanas a la urbe papal, para anunciar la Navidad con sus gaitas y pífanos.
Yo, siendo un niño, los vi una vez en la Piazza Navona, una noche fría de diciembre; hombretones de campo, acostumbrados a trabajar con el arado y el tractor, pertrechados con sus ropajes de faunos, pisan tímidamente las calles de la capital, sin saber cuanta alegría traen con sus antiguas tonadas.
Hablo de la Roma de hace varias décadas, ahora ya no se si habrá más zampognari, me figuro que si, pero como el mundo se ha vuelto un gran parque temático fabricado de cara al turista, probablemente hasta los zampognari sean máquinas tragaperras a las que habrá que echar una monedita de un euro para que toquen...
Ahora pienso que esos hombres rústicos son de las pocas cosas que me remiten a aquella Navidad que celebra a un niño pobre y perseguido, y que me hacen sentir rechazo hacia esta apoteosis del consumismo que se ha vuelto esta festividad, en franca competencia con el black friday.
Yo si celebro la Navidad, con mi familia, la que lo es de verdad, aunque no están todos los que quisiera... dejo los grandes festines a Herodes, Poncio Pilatos y a los fariseos, que seguramente harán una gran cena con invitados ilustres, amenizada por el ultimo rapero de moda, o la cantante más cotizada del momento. Y aunque todavía no entiendo muy bien, en este mundo en conflicto, qué diablos se celebra, les deseo a todos Feliz Navidad.