sábado, 21 de noviembre de 2020

Alquimia e Inmortalidad



Se ha hablado mucho de la Piedra Filosofal, de la alquimia de laboratorio y de la alquimia espiritual. De una de las más grandes fiebres del oro de la humanidad, tanto en el sentido espiritual como en el material, porque, cómo dice Krishnamurti, ¿En qué se diferencian el hombre que busca el oro físico, la riqueza material, del que busca el oro espiritual, es decir, la "riqueza" espiritual? Los dos están igualmente guiados por la codicia, no por el amor.
Sin embargo no es tan corriente que se hable de las propiedades curativas y vitalizadoras del Elixir o Medicina Universal y de las leyendas a las que han dado lugar... ¿Leyendas? Que cada uno las defina como crea mejor.... Hablaremos del gran Nicolás Flamel, acompañados por la música de Queen y Alphaville








Uno de los sueños más antiguos de la humanidad fue, - y sigue siendo - , el de vivir para siempre, o bien en este cuerpo físico, o como un ente incorpóreo, invisible, de naturaleza espiritual;  cualquier forma es buena si nos garantiza la permanencia, si nos da continuidad: la posibilidad de perdurar más allá de los embates de la existencia.




Hace apenas una semana que se murió mi querido Rufo. Sentí el profundo deseo de que tuviera un alma inmortal para podernos encontrar algún día en las praderas celestiales y correr, jugar y revolcarnos en la hierba igual que cuando era un perro joven, como en la foto de arriba... pero pronto sentí que tras esa fantasía maravillosa del reencuentro con mi amigo en "la otra orilla", solo había apego... tan solo el vacío que dejó en mi su ausencia, que yo trataba de colmar de ese modo.

El apego es una de las causas fundamentales del anhelo de inmortalidad. Apego a la experiencia del placer en cualquiera de sus innumerables formas (igual que esos monstruos mitológicos de antaño,  dotados de mil cabezas que un semidiós, un caballero o un arcángel se encargaban de cortar una por una a golpe de espada), a la felicidad soñada, al goce sin limites... pero sobre todo a nuestra historia personal con la que nos identificamos y a la que hemos etiquetado como "Yo".

Ese deseo de permanencia del "Yo", no es otra cosa que la expresión humana (sacralizada por algunas religiones), de una pulsión mucho más atávica: el instinto de supervivencia que compartimos con la ameba, el paramecio, el gusano, etc.

Y lo único que puede darnos esa ilusión de perdurar, de tener una continuidad, son nuestras memorias, nuestro historial de vida, y, por extensión, la memoria familiar, nacional, racial, etc. Al final, yo soy mis recuerdos, soy el pasado que invade y usurpa el presente. De ese modo, si alguien me pregunta quien soy, podré decir: soy ese niño que estudió en tal Instituto, o soy el hijo de Amparito, o soy amigo de Manolo, o soy canario, español, etc. etc. -. Por cierto, ¿a que se refieren los sectarios del nacionalismo cuando dicen de alguien que está perdiendo su "identidad"? ¿Sugieren que está dejando de sentirse identificado con unas costumbres y creencias invariables, permanentes, siempre idénticas a si mismas desde toda la eternidad.... o a partir de que instante?... ¿Ignoran lo enriquecedora que puede ser la diversidad biológica y cultural, y hasta que punto la cultura es producto del mestizaje? (sin ir más lejos, pensemos en lo fecundo que ha sido en Canarias, en ese sentido). Cómo me recuerda su obtusa visión del universo a la obsesión nazi por recrear la raza aria en estado puro...

En cuanto a mi, sólo puedo decir que amo y valoro demasiado la diversidad para tomarlos minimamente en serio, y que siento un cordial desprecio por su dogmátismo militante, su campanilismo cerril disfrazado de modernidad, y por  su detestable culto a la identidad.



En el occidente cristiano el deseo de inmortalidad  encontró su expresión en la doctrina de la resurrección de los muertos que, después del juicio final, regresarían a la vida en cuerpos "gloriosos" es decir, cuerpos de carne y hueso como los nuestros, pero inmunes a toda enfermedad, y capaces de regenerar sus células al infinito, por lo que nunca enfermarían ni envejecerían. 

Leo en una web católica: "El Señor nos dejó dicho: soy la resurrección y la Vida; el que cree en Mi, aun cuando hubiese muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mi, no morirá para siempre”. (Jn 11, 25). Y también que: “… llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán; los que hicieron el bien resucitarán para la vida, y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación”. (Jn 5,28-29). Lo que resulta pues incuestionable, es la llamada “resurrección de la carne”, pues si esta no se efectuase, la muerte no habría sido vencida para todos nosotros, sino solo para el Señor y su Madre, que ya gozan de un cuerpo glorioso."


A mi modo de ver, de esta sarta de ideas delirantes, al igual que de muchas otras similares tomadas de mitologías cristianas y paganas,  se sirvieron los alquimistas para transmitir sus enseñanzas, camuflandolas cuidadosamente bajo un barniz de ortodoxia.

La alquimia, en culturas tan diversas como la china, la india, la sumeria o la egipcia presenta siempre unas características comunes, y entre ellas, una de las más marcadas es la persecución de una sustancia que nos proporcionaría la inmortalidad.



Leamos el poema del alquimista chino Wei Po - Yang (s.142 DC):

"Si incluso la hierba chu-sheng puede prolongar la vida, 
¿Por qué no pruebas tú de meter el elixir en tu boca? 
El oro, por su naturaleza, no perjudica; 
Asimismo, es, de todos los objetos, el más precioso. 
Cuando el alquimista lo incluye en su dieta 
La duración de la vida se hace eterna... 
Cuando él polvo dorado penetra en las cinco entrañas, 
La niebla se disipa como las nubes de lluvia por él viento...
Los cabellos blancos se vuelven otra vez negros; 
Los dientes caídos aparecen de nuevo. 
El viejo debilitado es nuevamente un joven lleno de deseo; 
La vieja arruinada se convierte otra vez en una muchacha. 
Aquél cuya forma ha cambiado y que ha escapado a los peligros de la vida,
tiene por título el nombre del hombre Real."







 Escribe Jacques Sadoul en su magnífica obra "El Gran Arte de la Alquimia":

"Estos dos cuerpos, medicina universal y elixir de larga vida, son en realidad una sola sustancia cuyas propiedades eran dobles, es decir, curar a los cuerpos de sus principales enfermedades y achaques, por un lado, y prolongar la vida, por otro. 
Ese elixir no era otra cosa que una disolución homeopática de Piedra filosofal en agua destilada. Señalemos que el adepto tolosano del siglo xvi, Denis Zachaire, informaba que, por su parte, él ingería la Piedra filosofal ¡diluida en vino de Gaillac! Tanto como los tratados alquímicos abundan en descripciones de los poderes transmutatorios de la Piedra, pues, en definitiva, se trata de un señuelo, así son discretos en lo que concierne a los efectos del elixir en el hombre. Parece que la disolución homeopática (ingerida a razón de una gota cada seis meses aproximadamente) provoca, en primer lugar, la eliminación de las toxinas del cuerpo, y luego la desaparición de los gérmenes patógenos. El adepto pasa por una fase penosa en la que pierde sus dientes, sus uñas, y sus cabellos, todo lo cual recuperará algo más tarde, sea cual fuere su edad. Desaparece pronto la necesidad de eliminar los desechos orgánicos (orina, heces), siendo suficiente la transpiración para cumplir esa función de eliminación natural. El alquimista no tiene entonces ya necesidad de comer para vivir; sabemos, por ejemplo, que el conde de Saint-Germain, que pasaba por ser un adepto, no ingirió jamás un solo alimento durante los innumerables banquetes en los que participó. 
Todas esas transformaciones, o mutaciones, son de orden físico, y a veces se hace alusión a ellas en algún manuscrito alquímico; pero si se desea avanzar aún más en dirección al secreto último, es decir, el que se refiere a la transmutación del propio alquimista —o sea, de su espíritu, de su alma—, entonces las revelaciones terminan al punto. Cierto es que la influencia del elixir no actúa sólo sobre el cuerpo humano, sino también sobre las facultades intelectuales, la espiritualidad, y el conocimiento íntimo del Universo. De hecho, el elixir permite al hombre alcanzar el estado de vigilia, yo diría casi el estado sobrehumano. No hay que ver aquí ninguna tentativa de igualarse al Dios creador, ningún orgullo comparable al de los titanes que quisieron elevarse hasta el Olimpo; al contrario. 
El alquimista sabe que no puede triunfar, si no es a través de Dios, y, por tanto, para Dios. Cree que el hombre en su estado normal está más cerca de la bestia que del ángel, y que la gracia divina que le ha permitido elaborar el Cristo mineral le autorizará a continuación a convertirse en más ángel que bestia. 
No es un requisito indispensable que el adepto utilice el elixir para prolongar su existencia más allá de su término normal; existe un cierto número de presunciones de que esto lo han realizado algunos artistas, tales como Nicolás Flamel, el conde de Saint-Germain, o, en nuestros días, Fulcanelli; y yo he hablado personalmente en 1971 con un discípulo del misterioso Fulcanelli, Monsieur Eugéne Canseliet, el cual había encontrado a su maestro en la década de los cincuenta, cuando llevaba sin verlo desde 1925. Ahora bien, Fulcanelli, septuagenario en aquella época, ¡no representaba más que unos sesenta años en 1950, veinticinco años más tarde! Por el contrario, otros adeptos, de los que se puede suponer razonablemente que poseyeron la Piedra filosofal, han reconocido haberla utilizado por sus propiedades medicinales, pero no parecen haber tratado de servirse de ella para prolongar su vida. 
Ése es, por ejemplo, el caso de uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, Ireneo Filaleteo, que sostiene ese punto de vista en su célebre obra La entrada abierta al palacio cerrado del Rey. No se está absolutamente seguro, lo reconozco, de la identidad real de Filaleteo, pero un cierto número de indicios permiten creer que se trataba de un político de bastante consideración en la época: John Winthrop (1606-1676), gobernador de Connecticut desde 1659 hasta su muerte, y cuyos hechos y gestas fueron muy propios de un adepto. Se salvó de los achaques de la edad, aunque tuvo una muerte totalmente común." 

Pero de todas las historias de alquimistas poseedores del Elixir, sin duda la más celebre y documentada es la de Nicolás Flamel.

Nacido en Pontoise (Francia) en 1330,  no se sabe nada de su vida hasta 1355, cuando, en París empezó a trabajar como escribano y librero. Parece que el resto de su tiempo lo dedicaba  al estudio de la alquimia.



Una noche tuvo un sueño en el que se le apareció un ángel que le mostraba un extraño libro escrito en unos caracteres que Flamel no entendía; el ángel profirió las siguientes palabras, "Mira bien este libro Nicolás. Al principio no entenderás nada acerca de él, ni tú ni cualquier otro hombre. Pero algún día ,verás en él lo que ningún hombre podrá"
Unos días después, entraba en la librería de Flamel un hombre con el mismo rostro que había visto en su sueño. Traía entre sus manos un grimorio, nombre que se daba antiguamente a los tratados de magia. Su título era "El libro de Abraham , el judío". Flamel sintió que esa secuencia de acontecimientos no podía ser casual, y creyó ver en ella una señal del destino, por lo que, sin pensarlo dos veces decidió adquirir el libro. Así nos lo cuenta el mismo Flamel en su "Libro de las figuras jeroglíficas" redactado en el año 1399 con estas palabras:"Así pues, yo, Nicolás Flamel, escritor, después de la muerte de mis padres ganaba mi vida en nuestro Arte de la Escritura, haciendo inventarios, llevando cuentas y anotando los gastos de tutores y menores, cuando cayó en mis manos, por la suma de dos florines, un libro dorado muy viejo y muy ancho; no era de papel ni de pergamino, como los otros, sino que estaba hecho como de cortezas (me pareció a mí) de tiernos arbolillos. Su cubierta era de cobre bien pulido , toda grabada en caracteres y figuras extrañas ; en cuanto a mí , creo que bien podrían ser caracteres griegos o de otra lengua antigua parecida. Contenía tres veces siete cuadernillos, de los cuales el séptimo estaba sin escritura; en lugar de la cual aparecía una verga pintada y unas serpientes enroscadas a ella; en el segundo séptimo, una cruz en la que se veía una serpiente crucificada; en el último séptimo, estaban pintados unos frutos, entre los cuales había bellas fuentes de las que salían serpientes que corrían de acá para allá .En el primero de los cuadernillos estaba escrito en gruesas letras capitales y doradas "Abraham, el Judío, príncipe , sacerdote levita, astrólogo y filósofo, a las gentes judías , por la ira de Dios, dispersas en las Galias , dedico este libro". Después de esto habrá escritas unas grandes execraciones y maldiciones contra toda persona que pusiera los ojos sobre él si no era sacrificador o escriba"



                       Lápida de la tumba de Flamel


A partir de ese momento Flamel decide cerrar su librería y concentrarse en la colosal tarea de tratar de descifrar el enigmático texto del libro. No tenía miedo a la maldición que pesaba sobre quien leyera el libro, pues él era escriba, una de las dos excepciones a la maldición . 
Se consagró a la traducción de ese libro que  le habría proporcionado la fortuna para financiar numerosas obras de caridad, construcción de hospitales, hospicios, asilos, capillas. La fortuna le había llegado gracias a la obtención de la piedra filosofal. Moriría oficialmente en 1418 con casi noventa años de edad; por lo que parecía quedar desmentida la leyenda entorno a la piedra filosofal y la inmortalidad....  Hay, sin embargo, relatos de viajeros que afirmaron haber visto al matrimonio Flamel en diferentes partes del mundo durante los siglos siguientes. Ya en el siglo XVII, el naturalista, arqueólogo, comerciante y viajero francés Paul Lucas (1664-1737) escribiría un libro en el que relataba como había oído en Uzbekistán que los Flamel se hallaban en la India.  El mismo Lucas afirmó que en las tumbas de los Flamel no había nadie enterrado. Finalmente se decidió exhumar los cadáveres para desmentir todo rumor, pero la sorpresa fue que sus tumbas estaban vacías. De su tumba hoy sólo nos queda su lápida, conservada en el museo de Cluny. Por lo demás la oscura vida de Flamel y de su inseparable esposa Perenelle permanecen en el más absoluto misterio."



                          Juan Carlos


















           

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