jueves, 10 de enero de 2019

La Orquídea: inteligencia y tácticas de seducción




Esa hermosa flor que tanto admiramos, la orquídea, como cualquier otra flor, no ha evolucionado simplemente para complacer al hombre o para embellecer sus jardines. Es uno de los mecanismos más finos y sofisticados que la naturaleza ha desarrollado en un organismo vivo para asegurar la supervivencia de la especie. ¿Cómo ha llegado a desarrollar esta compleja tecnología de la seducción? ¿Hay una inteligencia detrás de ello, o sólo una cadena de afortunadas casualidades? En la foto de arriba, distintas variedades de "orquídea abeja".




Las actitudes dogmáticas no son patrimonio exclusivo  de las personas que creen en un ídolo, en un salvador (terrestre o extraterrestre), o en los espíritus de los antepasados.
En realidad, el dogmatismo está presente en cualquier esfera de la actividad humana. Numerosos son los ejemplos de dogmatismo y de fanatismo ideológico y político. Del dogmatismo no es inmune ni siquiera la ciencia.

El biólogo Rupert Sheldrake, enumera en su libro "La desilusión de la ciencia"  una lista de diez dogmas que, a su juicio, frenan el avance de la misma, y que sin embargo se nos vienen inculcando desde la más tierna edad.

Entre otras cosas, en este listado de dogmas, nos encontramos con que la naturaleza es mecánica, compuesta de materia inconsciente y no tiene ningún propósito. 

Estas ideas, que pueden ser perfectamente ciertas pero que  por ahora no pasan de ser simples hipótesis, desde el momento en que se erigen en verdades absolutas, quedan convertidas en dogmas.

He empezado el post con esta reflexión sobre el dogmatismo científico porque voy a hablar del dramaturgo, poeta y sabio belga Maurice Maeterlink, quien, por sus escritos sobre las abejas, las termitas, las hormigas y las flores (basados en un trabajo de atenta y paciente observación) ha sido desautorizado por muchos científicos ortodoxos.

Entre las hipótesis de Maeterlink que fueron (y son)  objeto de desaprobación, la de que existe una inteligencia difusa en toda la naturaleza, que trabaja incansablemente por mejorarla, es quizás la más controvertida; como dice él mismo en su libro "La Inteligencia de las Flores":


"Se me figura que no sería muy temerario sostener que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida, general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, según sean buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra. En tal caso, el hombre sería, hasta ahora, en la Tierra, el modo de vida que ofrecería menor resistencia a ese fluido que las religiones llaman divino. Nuestros nervios serían los hilos por donde se distribuiría esa electricidad más sutil. Las circunvoluciones de nuestro cerebro formarían en cierta manera la canilla de inducción en que se multiplicaría la fuerza de la corriente; pero esta corriente no sería de otra naturaleza, no procedería de otro origen que la que pasa por la piedra, por el astro, por la flor o por el animal."

Cada especie, además, tendría su propio "genio", una inteligencia colectiva que pugna por perfeccionarla y asegurar su permanencia. Por eso en las obras de Maeterlink encontraremos a menudo expresiones como "el genio de la flor""el genio de la especie", "el genio de la Tierra", etc.



En otra parte de la obra mencionada, Maeterlink añade que "todo el genio reside en la especie, la vida o la naturaleza; y que el individuo es más o menos estúpido. Solo en el hombre hay emulación real entre las dos inteligencias, tendencia cada vez más precisa, cada vez más activa a una especie de equilibrio que es el gran secreto de nuestro porvenir."


En contraste con lo anterior, la ciencia oficial da una explicación totalmente mecanicista del proceso evolutivo: por una anomalía genética del todo casual, la planta sufre una mutación. Si esa mutación le brinda alguna ventaja al organismo, esta se selecciona y se transmite. 








En el modelo de universo de Maeterlink, cada cosa, por insignificante que sea, es la expresión de una inteligencia. Dentro del reino vegetal, la orquídea sería la forma de inteligencia más sofisticada.   ¿Cuantas anomalías genéticas producto del azar serian precisas para que fueran posibles máquinas tan complejas y tan avanzadas como lo son las múltiples variedades de esta flor?


Las orquídeas son flores entomófilas, es decir, que  se sirven de los insectos para reproducirse. Desarrollan unas estrategias sorprendentes dirigidas a utilizarlos para que actúen, sin saberlo, cómo mensajeros, encargándose de  la distribución de paquetes adhesivos en los que va contenido el polen. Normalmente la planta les ofrece cómo cebo ​una ración de néctar. Sin embargo, no siempre es así:
ciertas variedades de orquídeas son capaces de imitar la morfología de las flores de las plantas vecinas. Se han observado especies que replican perfectamente las flores de otras plantas, incluso filogenéticamente distantes y cuya similitud no se debe a la afinidad genética.
Estas especies suelen producir flores que no brindan a los insectos polinizadores ninguna recompensa: no producen néctar. La similitud con las flores autenticas, las cuales sí lo producen y ofrecen, los confunde y terminan cayendo en la trampa: se van cargados de polen y en ayunas. 


Hay otra variedad de orquídea que es capaz de engaños aún más maquiavelicos: su flor ha asumido las formas, las dimensiones, los colores y también la presencia de pelos de hembras de ciertas especies de himenópteros (abejas, avispas e incluso moscas) que viven en soledad. En muchos casos una única especie de insecto es atraída por una única especie de orquídea. Ella se especializa a tal punto en ese insecto que parecería ser su complemento ideal. Las artes de la seducción en algunos de estos casos alcanzan niveles insospechados: estas orquídeas llegan, a veces, a emitir un olor que simula el de las feromónas sexuales con las que estos insectos solitarios se atraen entre sí durante el período fértil. Por si fuera poco, el labio inferior, o labellum de la flor, donde se posa el insecto para extraer el polen, es una excelente réplica de la hembra de dicho insecto, así que una vez en la flor, el macho, cada vez más excitado sexualmente, comienza a  copular con ella, mientras que se le endilgan en el abdomen los paquetes de polen que la planta quiere propagar. ¡Algunos machos llegan a preferir esta especie de muñecas hinchables biológicas a las hembras reales!

El siguiente vídeo, que viene a ilustrar lo que acabo de decir, no proviene de un documental científico, sino de la película "El ladrón de orquídeas" de Spike Jonze, con Meryl Streep y Nicolas Cage. Observen el parecido entre la abeja macho y el labellum de la orquídea, que parece una hembra dispuesta a copular. 








Pero existen muchas otras "astucias"  a las que recurre la orquídea para propagar su especie.
Hay una variedad de orquídea, por ejemplo,  en la que la flor adopta una forma tubular que emula el nido de una abeja hembra. Estos falsos nidos ejercen tal atracción sobre las abejas macho, que a estas les encanta pernoctar en ellos. Y así, de "nido" en "nido", el macho va polinizandolos todos alegremente (y sin  enterarse). 

Finalmente, existen otras especies que exhiben sus espolones -órganos en los que normalmente se almacena el néctar- dotados de vivos colores -con marcas de néctar incluidas-, con el fin de atraer al insecto. Un reclamo muy llamativo, en verdad, pero lamentablemente es sólo una trampa: estas especies de orquídeas tampoco producen néctar. El inocente insecto penetra en el complicado mecanismo de la flor (lleno de engranajes, resortes y señuelos destinados a conducirle en la dirección prevista), en busca de un suculento convite que nunca llegará a degustar, hasta que, agotada su paciencia, se va a otra flor llevándose puesto el polen sin ni siquiera darse cuenta.

Ilusionistas, transformistas, maestras de la manipulación, las orquídeas, más que ninguna otra flor, parecen derrochar imaginación e inteligencia. 

Para terminar, les transcribiré un extracto de "La Inteligencia de las Flores", tomado de los capítulos dedicados, precisamente, a la orquídea, donde podrán comprobar hasta que grado de sofisticación llega en su afán por reproducirse:


"No es fácil hacer comprender, sin figuras, el mecanismo extraordinariamente complejo de la orquídea:
trataré, sin embargo, de dar una idea suficiente del mismo, por medio de comparaciones más o menos aproximativas, evitando en lo posible el empleo de términos técnicos, tales como retináculo, labellum, rostellum, polinias, etcétera, que no evocan ninguna imagen precisa en las personas poco familiarizadas con la botánica.

Escojamos una de las orquídeas más abundantes en nuestras regiones, la Orchis maculata, por ejemplo, o más bien, porque es un poco más grande y por consiguiente de observación más fácil, la Orchis latifolia, la Orchis de anchas hojas, vulgarmente llamada pentecostés. Es una planta vivaz que alcanza de treinta a sesenta centímetros de altura. Es bastante común en los bosques y en las praderas húmedas, y lleva un tirso de florecitas rosadas que se abren en mayo y junio.

La flor tipo de nuestras orquídeas representa con bastante exactitud una boca fantástica y abierta de dragón chino. El labio inferior, muy prolongado y pendiente, en forma de delantal festoneado y desgarrado, sirve de apeadero o descanso al insecto. El labio superior, redondeado, forma una especie de capucha que abriga los órganos esenciales, mientras que en el dorso de la flor, al lado del pedúnculo, baja una especie de espolón o largo cucurucho puntiagudo que encierra el néctar. En la mayor parte de las flores, el estigma u órgano femenino es una pequeña borla más o menos viscosa que, paciente, en el extremo de un tallo frágil, espera la llegada del polen. En la orquídea, esta instalación clásica ha quedado desconocida. En el fondo de la boca, en el sitio que ocupa la campanilla en la garganta, se encuentran dos estigmas estrechamente adheridos, sobre los cuales se clava un tercer estigma modificado en un órgano extraordinario. Lleva en su parte superior una especie de bolita, o mejor dicho de media pila llamada rostellum. Esta media taza está llena de un líquido viscoso, en el que se encuentran dos minúsculas bolitas de las que salen dos cortos tallos cargados en su extremidad superior de un paquete de granos de polen cuidadosamente atado.
Veamos ahora lo que sucede cuando el insecto penetra en la flor. Él se posa sobre el labio inferior, extendido para recibirlo, y, atraído por el olor del néctar, trata de llegar al cuernecito que lo contiene en el fondo. Pero el paso es intencionadamente estrecho; su cabeza, al avanzar, tropieza necesariamente con la media pila. En seguida, ésta, atenta al menor choque, se rasga, siguiendo una línea conveniente, y pone al descubierto las dos bolitas untadas del líquido viscoso. Estas últimas, en contacto inmediato con el cráneo del visitante, se pegan sólidamente a él, de modo que, cuando el insecto se separa de la flor, se las lleva, y con ellas los dos tallos que sostienen y en cuyos extremos se hallan los paquetitos de polen atados. Tenemos, pues, el insecto coronado con dos cuernos rectos, en forma de botella de champaña. Autor inconsciente de una obra difícil, visita una flor vecina. Si sus cuernos permaneciesen rígidos, iría simplemente a dar con sus paquetes de polen en los paquetes de polen cuya base se empapa del líquido contenido en la media pila vigilante, y del polen que se mezclaría con el polen nada resultaría. Aquí se manifiestan el genio, la experiencia y la previsión de la orquídea. Esta ha calculado minuciosamente el tiempo que el insecto necesita para chupar el néctar y trasladarse a la flor próxima y ha notado que, por término medio, empleaba treinta segundos. Hemos visto que los paquetitos de polen van sobre dos cortas espigas insertas en las bolitas viscosas; pues bien, en los puntos de inserción se encuentra, debajo de cada espiga, un pequeño disco membranoso cuya única función consiste en contraer y replegar, al cabo de treinta segundos, cada una de estas espigas, de modo que se inclinen describiendo un arco de noventa grados. Es el resultado de un nuevo
cálculo, no de tiempo esta vez, sino de espacio. Los dos cuernos de polen que coronan el mensajero nupcial guardan ahora una posición horizontal delante de la cabeza, de modo que, cuando aquel penetra en la flor vecina, tropezaran exactamente con los dos estigmas adheridos, sobre los cuales se encuentra la media pila.
No es esto todo, y el genio de la orquídea no ha llegado al fin de su previsión. El estigma que recibe el choque del paquete de polen se halla untado de una sustancia viscosa. Si esta sustancia fuese tan enérgicamente adhesiva como la que encierra la pequeña pila, las masas polínicas, una vez rota su espiga, quedarían todas pegadas a ella, con lo cual habría acabado su destino.Pero es preciso que esto no suceda; es preciso no agotar en una sola aventura las probabilidades del polen, sino multiplicarlas todo lo posible. La flor, que cuenta los segundos y mide las líneas, es química por añadidura y destila dos especies de gomas: una sumamente pegajosa y que se pone inmediatamente dura al contacto del aire, para pegar los cuernos de polen sobre la cabeza del insecto, y la otra muy diluida, para el trabajo del estigma. Esta última solo es bastante adherente para desatar o apartar un poco los hilos tenues y elásticos que envuelven los granos de polen. Algunos de estos granos se pegan a ella, pero la masa polínica no es destruida; y cuando el insecto visita otras flores, continuara casi indefinidamente su obra fecundante.
¿Ha expuesto todo el milagro? No; habría que llamar aún la atención sobre muchos detalles omitidos, entre ellos, sobre el movimiento de la pequeña pila que, después que su membrana se ha roto para poner a descubierto las bolitas viscosas, levanta inmediatamente su borde inferior, a fin de conservar en buen estado, en el líquido pegajoso, el paquete de polen que el insecto no se haya llevado. Cabria notar también la divergencia muy curiosamente combinada de las espigas polínicas sobre la cabeza del insecto, lo mismo que ciertas precauciones químicas, comunes a todas las plantas; pues muy recientes experiencias de Gaston Bonnier parecen probar que cada flor, a fin de mantener intacta su especie, segrega toxinas que destruyen o esterilizan todos los pólenes ajenos. He aquí, a poca diferencia, lo que vemos; pero en esto, como en todas las cosas, el verdadero y gran milagro empieza donde se detiene
nuestra mirada. Acabo de encontrar ahora mismo, en un rincón inculto del olivar, un soberbio pie de lorogloso que huele a macho cabrío (Loroglossum hircinum), variedad que, no sé por qué causa (quizá por ser sumamente rara en Inglaterra), Darwin no ha estudiado. De todas nuestras orquídeas indígenas es la más notable, la más fantástica, la más asombrosa. Si tuviera la talla de las orquídeas americanas, se podría afirmar que no existe planta más quimérica. Figuraos un tirso, del género del jacinto, pero un poco más alto. Está simétricamente guarnecido de flores ásperas, de tres cuernos, de un blanco verdoso punteado de violado pálido. El pétalo inferior adornado, en su nacimiento, de carúnculas bronceadas, de barbillas recias y de bubones lila de mal augurio, se prolonga sin fin, de una manera loca e inverosímil, en forma de cinta en espiral, del color que toman los ahogados después de un mes de permanencia en el río. Del conjunto, que evoca la idea de las peores enfermedades y parece desarrollarse no sé en qué país de pesadillas irónicas y de maleficios, se desprende un horrible y fuerte olor de macho cabrío pestilente, que se esparce a distancia y revela la presencia del monstruo. Señalo y describo así esa nauseabunda orquídea, porque es bastante común en Francia, porque se la encuentra fácilmente y porque se presta muy bien, en razón de su talla y de la claridad de sus órganos, a las
experiencias que sobre ella quieran hacerse. Basta en efecto introducir en la flor, empujándola cuidadosamente hasta el fondo del nectario, la punta de una pajuela, para ver sucederse, a simple vista, todas las peripecias de la fecundación. Rozada al paso, la bolsita o rostellum se inclina, descubriendo el pequeño disco viscoso —el lorogloso no tiene más que uno—que soporta las dos espigas de polen. En seguida este disco se agarra con violencia al palillo, las dos celdillas que encierran
las bolsitas de polen se abren longitudinalmente, y cuando se retira la pajuela, su extremo se halla sólidamente coronado de dos cuernos divergentes y rígidos con bolas de oro en las puntas.
Desgraciadamente, no se goza aquí, como en la experiencia con la Orchis latifolia, del bonito espectáculo que ofrece la inclinación gradual y precisa de los dos cuernos. ¿Por qué no se inclinan?
Basta meter la pajuela coronada en un nectario vecino para observar que este movimiento sería inútil, por cuanto la flor es mucho más grande que la de la Orchis maculata o latifolia, y el cono del néctar está dispuesto de tal modo que, cuando el insecto cargado de masas polínicas penetra en el, estas masas llegan exactamente a la altura del estigma que se trata de impregnar.
Añadamos que es preciso, para que la experiencia surta efecto, escoger una flor bien madura.
Ignoramos cuando lo está; pero el insecto y la flor lo saben, pues esta no invita a sus huéspedes necesarios, ofreciéndoles una gota de néctar, sino en el momento en que todo su aparato está dispuesto a funcionar.





He aquí el fondo del sistema de fecundación adoptado por la orquídea de nuestras comarcas. Pero cada especie, cada familia, modifica o perfecciona sus detalles según su experiencia, su psicología y sus conveniencias particulares. La Orchis o Anacamptis pyramidalis, por ejemplo, una de las más inteligentes, ha añadido a su labio inferior o labellum dos pequeñas crestas que guían la trompa del insecto hacia el nectario y la obligan a cumplir exactamente todo lo que se espera de ella. Darwin compara justamente este ingenioso accesorio con el instrumento de que uno se sirve a veces para guiar un hilo por el ojo de una aguja. Otro perfeccionamiento interesante: las dos bolitas que sostienen las espigas de polen y se remojan en la media pila son reemplazadas por un solo disco viscoso en forma de silla de montar. Si se introduce en la flor, siguiendo el camino que debe seguir la trompa del insecto, una punta de aguja o una cerda, se notan claramente las ventajas de esta disposición más sencilla y más práctica. Tan pronto como la cerda ha rozado la media pila, esta se rompe siguiendo una línea simétrica descubriendo el disco en forma de silla que se pega instantáneamente a la cerda. Sacad vivamente esta cerda, y tendréis el tiempo justo de sorprender el bonito movimiento de la silla que, puesta sobre la cerda o la aguja, repliega sus dos alas inferiores para enlazar estrechamente el objeto que la sostiene. Este movimiento tiene por objeto afirmar la adherencia de la silla, y asegurar sobre todo con más precisión que en la orquídea de hojas anchas la divergencia indispensable de las agujas del polen. Tan pronto como la silla se ha adherido a la cerda y las espigas del polen se han implantado en ella, arrastradas por su contracción, divergen necesariamente, empieza el segundo movimiento de las espigas que se inclinan hacia el extremo de la cerda, de la misma manera que en la orquídea que anteriormente hemos estudiado. Estos dos movimientos combinados se efectúan en treinta o treinta y cuatro segundos.





¿No es exactamente así, por menudencias, continuaciones y retoques sucesivos, como progresan las invenciones humanas? Todos hemos seguido en la más reciente de nuestras industrias mecánicas los perfeccionamientos mínimos pero incesantes de la luz, de la carburación, del cambio de velocidad.

Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que se nos ocurren a nosotros. Tantean en la misma oscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, el mismo desconocimiento. Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma inteligencia matizada y diversa, casi la misma esperanza y el mismo ideal. Luchan como nosotros, contra una gran fuerza indiferente que acaba por ayudarlas. Su imaginación inventiva sigue no solamente los mismos métodos prudentes y minuciosos, los mismos pequeños senderos fatigosos, tortuosos y estrechos, sino que también da saltos inesperados que ponen de pronto en el punto definitivo un hallazgo incierto. Así es como una familia de grandes inventores, entre las orquídeas, una extraña y rica familia americana, la de las catasetídeas, con una idea atrevida, trastornó bruscamente cierto número de costumbres que le parecían sin duda demasiado primitivas. Desde luego, la separación de sexos es absoluta; cada uno de ellos tiene su flor particular. Además, la polinia o, en otros términos, la masa o el paquete de polen, no remoja ya su espiga en una pila liana de goma, esperando allí, un poco inerte, y en todo caso privada de iniciativa, la feliz casualidad que debe fijarla en la cabeza del insecto. Está replegada sobre un poderoso resorte, en una especie de alvéolo. Por esto las soberbias catasetídeas no han contado, como las orquídeas vulgares, con tal o cual movimiento del visitante, movimiento dirigido y preciso, si queréis, pero sin embargo aleatorio. 

No, el insecto no penetra ya solamente en una flor admirablemente combinada, sino en una flor animada y, al pie de la letra, sensible. Apenas se ha posado el insecto sobre el magnífico atrio de seda cobriza, cuando las largas y nerviosas anteras que necesariamente debe rozar llevan la alarma a todo el edificio. En seguida se rasga el alveolo en que permanece cautiva, sobre su pedicelo replegado que sostiene un grueso disco viscoso, la masa de polen, dividida en dos paquetes. Bruscamente libre, el pedicelo se dispara como un resorte, arrastrando los dos paquetes de polen y el disco viscoso, que son violentamente proyectados hacia fuera. Gracias a un curioso calculo balístico, el disco es siempre lanzado hacia adelante y va a dar en el insecto, al cual se adhiere. Este, aturdido por el choque, se apresura a huir de la corola agresiva para refugiarse en una flor vecina. Es todo lo que quería la orquídea americana.


¿Señalaré también las simplificaciones curiosas y prácticas que aporta al sistema general otra familia de
orquídeas exóticas, las cipripediadas? Recordemos siempre las circunvoluciones de las invenciones humanas; tenemos aquí una interesante contraprueba. En el taller un ajustador, en el laboratorio un preparador, un alumno, dice un día al jefe: “¿Si probáramos a hacer todo lo contrario? ¿Si invirtiéramos el movimiento? ¿Si trastocáramos la mezcla de los líquidos?". Se hace la experiencia: de lo desconocido sale de pronto algo inesperado. Diríase que las cipripediadas han tenido entre sí conversaciones análogas. Todos conocemos el Cypripedium o chanclo de Venus; es, con su enorme barba en forma de zueco, su aire duro y ponzoñoso, la flor más característica de nuestras estufas, la que nos parece la orquídea tipo, por decirlo así. El Cypripedium ha tenido el valor de suprimir todo el aparato complicado y delicado de los paquetes de polen con resorte, de las espigas divergentes, de los discos viscosos, de las gomas sabias, etcétera. Su barba en forma de chanclo y una antera estéril en forma de broquel cierran la entrada de manera que el insecto se ve obligado a pasar su trompa por dos montoncitos de polen. Pero no es este el punto importante; lo inesperado y anormal es que, al revés de lo que hemos observado en todas las demás especies, no es el estigma, el órgano femenino el que es viscoso, sino el polen mismo, cuyos granos, en vez de ser pulverulentos, se hallan revestidos de una capa tan viscosa que se la puede estirar y alargar en filamentos. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes de esta disposición nueva? Es de temer que el polen transportado por el insecto se pegue a otro objeto y no al estigma; en cambio, el estigma no tiene que segregar el fluido destinado a esterilizar todo polen ajeno.
En todo caso, este problema requeriría un estudio particular. Hay privilegios de invención de los cuales
no se comprende inmediatamente la utilidad.




Para terminar con esa extraña tribu de las orquídeas, nos falta decir cuatro palabras acerca de un órgano auxiliar que pone en movimiento todo el mecanismo: el nectario. Este ha sido, de parte del genio de la especie, objeto de investigaciones, de tentativas, de experiencias tan inteligentes, tan variadas como las que modifican sin cesar la economía de los órganos esenciales.
El nectario, ya lo hemos dicho, es en principio una especie de largo espolón, de largo cono o cuerno puntiagudo que se abre en el fondo de la flor, al lado del pedúnculo, y hace más o menos contrapeso a
la corola. Contiene un líquido azucarado, el néctar, del que se alimentan las mariposas, los coleópteros y otros insectos, y que la abeja transforma en miel. Está pues encargado de atraer a los huéspedes indispensables. Se ha amoldado a su talla, a sus costumbres, a sus gustos; está siempre dispuesto de tal manera que no pueden introducir y retirar de él su trompa sino después de haber cumplido escrupulosa y sucesivamente todos los ritos prescritos
por las leyes orgánicas de la flor.
Conocemos ya bastante el carácter y la imaginación fantásticos de las orquídeas, para prever que aquí, como fuera de aquí y hasta más que en las otras flores, porque el órgano más suave se presta más a ello, su espíritu inventivo, práctico, observador y minucioso, da libre curso a la fantasía. Una de ellas, por ejemplo, el Sarcanthus teretifolius, como probablemente no llega a elaborar, para pegar el paquete de polen sobre la cabeza del insecto, un líquido viscoso que se endurezca bastante aprisa, ha vencido la dificultad, procurando retrasar todo lo posible la trompa del visitante en los estrechos pasajes que conducen al néctar. El laberinto que ha trazado es tan complicado, que Bauer, el hábil dibujante de Darwin, tuvo que darse por vencido y renuncio a reproducirlo.
Las hay que, partiendo del excelente principio de que toda simplificaciones un perfeccionamiento, han suprimido osadamente el cuerno del néctar, reemplazándolo por ciertas excrecencias carnosas, extrañas y evidentemente suculentas, que los insectos roen. ¿Es necesario añadir que estas excrecencias están siempre dispuestas de tal modo que el huésped que se regala con ellas debe poner necesariamente en movimiento toda la mecánica del polen?



                           



Pero, sin detenernos en mil pequeñas astucias muy variadas, terminemos estos cuentos de hadas con el estudio de los incentivos del Coryanthes macrantha. En verdad, ya no sabemos exactamente con qué clase de ser nos las habemos. La asombrosa orquídea ha imaginado lo siguiente: su lóbulo inferior (labellum) forma una especie de cazo en que caen continuamente gotas de un agua casi pura, segregada por dos conos situados encima; cuando este cazo esta medio lleno el agua se escurre por un conducto lateral como por un canalón.
Toda esta instalación hidráulica es ya muy notable; pero he aquí donde empieza la parte inquietante, por no decir diabólica de la combinación. El líquido que los conos segregan y que se acumula en la taza de seda no es néctar, y no está destinado a atraer a los insectos; tiene una misión mucho más delicada, en el plan realmente maquiavélico de la extraña flor. Los insectos cándidos son invitados, por los azucarados perfumes que esparcen las excrecencias carnosas de que más arriba hemos hablado, a meterse en el lazo. Estas excrecencias se encuentran encima de la taza, en una especie de cámara a que dan acceso dos aberturas laterales. La gruesa abeja visitante —como la flor es enorme no suele seducir sino a los más pesados himenópteros, como si los demás se avergonzasen de penetrar en tan vastos y suntuosos salones—, la gruesa abeja se pone a roer las sabrosas carúnculas. Si estuviera sola, una vez terminada su comida, se iría tranquilamente, sin rozar siquiera la taza llena de agua, el estigma y el polen; y no sucedería nada de lo que se requiere. Pero la sabia orquídea ha observado la vida que se agita en torno de ella. Sabe que las abejas forman un pueblo innumerable, ávido y afanoso, que salen a millares a las horas de sol, que basta que un perfume vibre como un beso en el umbral de una flor que se abre, para que ellas acudan en masa al festín preparado bajo la tienda nupcial. Ya tenemos a dos o tres saqueadoras en la cámara azucarada; el lugar es exiguo, las paredes resbaladizas, las convidadas brutales. Estas se apresuran y se empujan, de modo que una de ellas acaba siempre por caer en la taza que la espera bajo la pérfida comida. La abeja encuentra allí un baño inesperado; moja concienzudamente en el líquido sus bellas alas diáfanas, y, a pesar de inmensos esfuerzos, no logra emprender de nuevo su vuelo. Aquí la espera la astuta flor. Para salir de la taza mágica, no existe más que una sola abertura: el canal por donde se va el agua sobrante del depósito. Tiene apenas la anchura necesaria para el paso del insecto cuya espalda toca desde luego la superficie pegajosa del estigma, y después las glándulas viscosas de las masas de polen que la esperan a lo largo de la bóveda. Escapa así, cargada del polvo adhesivo; entra en una flor vecina, en que se repite el drama de la comida, de los empujones, de la caída, del baño y de la evasión, que pone por fuerza en contacto con el ávido estigma el polen importado.
He aquí pues una flor que conoce y explota las pasiones de los insectos. No es posible pretender que todo esto no son más que interpretaciones más o menos románticas; no, los hechos son de observación precisa y científica, y es imposible explicar de otra manera la utilidad y la disposición de los diversos órganos de la flor. Hay que aceptar la evidencia. Esta astucia increíble y eficaz es tanto más sorprendente cuanto que no tiende aquí a satisfacer la necesidad de comer, inmediata y urgente, que aguza las inteligencias más obtusas; no mira más que a un ideal remoto: la propagación de la especie.
¿Pero, se dirá, que vienen esas complicaciones fantásticas que no conducen sino a agrandar los peligros del azar? No nos apresuremos a juzgar y contestar. Respecto a las razones de la planta, lo ignoramos todo. ¿Sabemos los obstáculos que encuentra por la parte de la lógica y de la sencillez? ¿Conocemos, en el fondo, una sola de las leyes orgánicas de su existencia y de su desarrollo? El que desde lo alto de Marte o Venus nos viese empeñados en la conquista del aire preguntaría también: ¿a que vienen esos aparatos informes y monstruosos, esos globos, esos aeroplanos, esos paracaídas, cuando sería tan sencillo imitar a los pájaros poniéndose en los brazos un par de alas suficientes?"

Maurice Maeterlink,  "La Inteligencia de las Flores"






                           Juan Carlos






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